Pocas personas han llevado la integridad tan al límite como Ignác Fülöp Semmelweis (1818-1865), un hombre que por salvar vidas sacrificó la propia, con el mundo en contra, condenado al oprobio y empujado a la locura. Esta es una historia que habla por sí misma.
Semmelweiss nació en Budapest en 1818, y se trasladó a Viena para cursar estudios de Medicina en 1837. Se licenció en 1844, y dos años después, a los 28 años, obtuvo el Doctorado en Obstetricia, pasando a hacerse cargo de una de las secciones de maternidad del Hospicio General de Viena que dirigía el prestigioso Doctor Klein.
En esa época las tasas de mortalidad por infección postparto eran muy elevadas en toda Europa, rondando el 20% de las mujeres intervenidas, si bien en la clínica de Viena a la que él se hallaba adscrito la cifra se estabilizaría en el 40%. Pero bien porque se consideraba que la muerte de las mujeres tras dar a luz era antigüa como el mundo, bien porque a los hospitales sólo acudían las mujeres de más baja extracción social (las que no podían permitirse que un médico las atendiera en su casa), lo cierto es que estas muertes por infección, precedidas por semanas de intenso sufrimiento, no eran una preocupación para la comunidad médica de la época, hasta que Semmelweis llegó al cargo en 1846.
En sus primeros meses como responsable médico se encontró con que la cifra de mujeres que morían tras el parto registró picos del 96%, una situación que llevó incluso a que muchas embarazadas preferieran correr el riesgo de dar a la luz solas en la calle antes que ser atendidas allí. En apenas medio año su mundo se vino abajo. Se sentía impotente, culpable y abrumado por la muerte cuando escribió: "El desesperante sonido de la campanilla que precede al sacerdote ha penetrado para siempre en la paz de mi alma. Todos los horrores, de los que diariamente soy impotente testigo, me hacen la vida imposible. No puedo permanecer en la situación actual, donde todo es oscuro, donde lo único categórico es el número de muertos".
Se obsesionó por investigar el problema y dio con la solución. Comparando la incidencia de la infección puerperal en su sección con la de otra que, atendida exclusivamente por comadronas, no registraba porcentajes superiores al 1% llegó a inferir que eran sus estudiantes de medicina, que atendían los partos después de practicar autopsias, los que trasladaban los agentes infecciosos de los cadáveres a los cuerpos de las mujeres, y de las mujeres que enfermaban a las que ingresaban sanas. No podía ser más feliz, pese a que el remordimiento por haber tardado tanto ya había echado raíces en su mente, al haber descubierto que el motivo de tanto sufrimiento tenía una solución tan sencilla como que los médicos se lavaran las manos y el instrumental con agua clorada al pasar de una sala a otra, y entre el examen de una mujer y otra.
Inmediatamente decide instalar un lavabo a la entrada de la sala de partos y obliga a los estudiantes a lavarse las manos para poder entrar. Dos semanas después es despedido. El doctor Klein y otros importantes doctores entran en cólera, se mofan de él, lo desautorizan públicamente; se sienten ofendidos porque un médico tan joven, y peor, un húngaro, pretenda darles lecciones, y se oponen a tener en consideración su teoría sin inmutarse en que con ello se alargara una inútil pérdida de vidas.
Tocado por las circunstancias Semmelweis se alejará de Austria por dos meses, pero su conciencia le obliga a volver; ya solo puede seguir hacia adelante. Consigue un nuevo empleo en otra sala de maternidad, y extendiendo allí la práctica del lavado con cloruro cálcico hace que la mortalidad caiga por debajo del 1%. Investiga en los registros, pasa meses sumergido en papeles para documentar su descubrimiento con datos, remontándose un siglo atrás, demostrando la evolución pareja de las infecciones con la práctica de autopsias en los mismos centros y por los mismos estudiantes. Publica el descubrimiento en la revista de la Real e Imperial Sociedad de Medicina de Viena, en abril de 1848. Pero por vanidad o por envidia, los principales cirujanos y obstetras europeos ignoran o rechazan su descubrimiento. Y vuelven a despedirlo, en marzo de 1849.
Acechado ya por accesos de problemas mentales vuelve a Budapest en plena revolución húngara, lo pierde todo y acaba viviendo en la calle, hasta que un médico amigo de Viena lo localiza y consigue que le den un puesto en un hospital mucho más modesto, la Maternidad de San Roque de Budapest. Allí vuelven a descender las muertes post parto casi a cero, mientras las cifras, de París a Berlín, de Londres a Viena, siguen siendo dramáticamente altas. En 1854 conseguirá un puesto también como profesor en la Universidad de Pest, un centro de enseñanza considerado de segunda categoría. Fuera de su círculo más intimo lo siguen considerando un paria, y un loco peligroso cuando en 1856 llega a colgar pasquines en las calles advirtiendo a las embarazadas de que no acudan a dar a luz a los hospitales y a publicar en los periódicos una carta abierta "a todos los profesores de obstetricia" tachándoles, literalmente, de asesinos.
Mientras tanto, sigue trabajando en secreto en su gran obra, la que aunque fuera rechazada en su época sentaría cátedra para la posteriodad, “Etiología, concepto y profilaxis de la fiebre puerperal”, publicada con la ayuda de sus pocos colegas, en 1860, y que sería rechazada casi unánimemente en el siguiente evento médico relevante en Europa, el Congreso de Medicina de Speyer (Alemania) de 1861.
Este fue su último fracaso y el detonante de su última idea para para intentar frenar unas muertes que ya antes le habían tentado con el suicidio; en una de sus clases de medicina, en 1865 y reincorporado después de pasar meses ingresado en un sanatorio mental, se infligió un corte con un bisturí recién utilizado en una autopsia. La infección le provocó la muerte tres semanas después, a los 47 años, por la misma enfermedad y con los mismos síntomas que padecían las parturientas en las maternidades.
Teoría demostrada.
Semmelweis, contra la muerte y la indignidad
miércoles, 22 de diciembre de 2010 | 0 Comments