Pegarse un tiro por España suena grandilocuente, y exagerado, sin duda. Hoy nos lo parece pero en el siglo XIX, con sus vaivenes políticos, la censura, la represión y la falta de esperanza en que el progreso llegara y se quedara de una forma regular y extendida, justa y con sentido, hizo que una generación de jóvenes acabaran en el exilio, en la cárcel o ajusticiados.
En el caso de Larra, la muerte fue una respuesta válida al desamparo trascendental para, en palabras del filósofo Georg Lukács, "un alma más grande y más vasta que todos los destinos que la vida le puede ofrecer".
La grandeza de Mariano José de Larra (1809-1837) es sobre todo moral, aunque también intelectual, no en vano ha sido uno de los hombres con más talento para las letras en nuestro idioma, sin duda el mayor fuera del género de la ficción, y padre del periodismo moderno. Hijo de un notable afrancesado en tiempos de la invasión, tras pasar sus primeros años de vida en el exilio en Francia volvió en 1818 con su familia a Madrid y estudió, internado, en los mejores colegios. En 1825 comienza a trabajar de escribiente, y en 1828 consigue sacar a la luz su propia publicación, El duende satírico del día, en la que ya despunta como ensayista y crítico de costumbres, y que sigue la línea editorial de las publicaciones europeas más modernas, aunque con un estilo, el de la sátira, muy personal y heredero de la tradición literaria española más brillante, la del Siglo de Oro.
Aunque todo el siglo XIX español fue bastante oscuro, marcado por los estertores del absolutismo, la censura y un concepto de progreso que marcaría con qué pie ha entrado España en su historia moderna, a Larra le tocó la peor parte, la llamada Década Ominosa, que entre 1823 y 1833 se dedicó a apuntalar, de la mano de la Santa Alianza, los valores tradicionales, morales y realistas que los grupos de poder pretendían que subsistieran a la muerte de Fernando VII, el último Rey absoluto de España.
Las denuncias de Larra hacia esta situación social y política fueron rápidamente reprimidas. Tan sólo sacó cinco números de su Duende y no pudo volver a publicar como crítico hasta cuatro años más tarde, tiempo que pasó refugiado en las adaptaciones teatrales gracias a otro afrancesado, que por ser rico y empresario llegó a controlar todos los teatros de Madrid.
Tras este periodo de censura, vuelve al periodismo de crítica social con otro panfleto pagado de su bolsillo, El Pobrecito Hablador. Todavía quiere creer en el progreso, en la posibilidad de tiempos más luminosos y fructíferos, en una sociedad libre y justa, en que sea posible en España salir de ese vestigio de la Edad Media que es la Restauración. Poco después entra en la redacción de La Revista Española, descartando ya el ir por libre y adquiriendo con el pseudónimo de Fígaro fama y reconocimiento. Al comenzar el año 1834 Larra, con 25 años, es una firma reconocida, tiene éxito también en teatro y novela y con la muerte de Fernando VII cuenta, como ilustrado, con nuevos motivos para la esperanza.
Sin embargo, los cambios políticos serán mínimos, la revolución muere antes de ser iniciada y los viejos estamentos paralizan toda opción de cambio, repartiéndose poder y prebendas. El desencanto acentúa su radicalización política pero también la desazón existencial, y más allá, al naufragio en lo personal. Casado desde 1829, y padre de dos hijos, se separa de su mujer, embarazada del tercero, al tiempo que es rechazado por una amante que quiere continuar con su matrimonio. Por varios meses sale de España, y sus vivencias en el extranjero lo hunden más en la desesperación, porque puede observar como allí, en las sociedades europeas más avanzadas, el anhelado progreso no ha derivado más que en otro tipo de esclavitud.
A su vuelta, los breves periodos de optimismo por escribir, con prestigio y un buen sueldo, en el periódico más avanzado de Madrid, alternan con la desazón romántica de la que él llegó a ser la pieza más notable. El pesimismo característico de Larra, su desperación profunda, nacen del desengaño de entrever que la crítica a la que ha dado su vida no lleva aparejada una alternativa satisfactoria, que si se consiguiera aquello por lo que siempre había luchado, después vendría algo igual o peor. No hay alternativas. El Romanticismo es un callejón sin salida.
Larra se suicidó de un disparo el 13 de febrero de 1837, justo después de recibir una visita de su ex amante, Dolores Armijo, en la que ponía fin definitivamente a su relación y le exigía todas las cartas con que pudiera demostrarla. Este hecho influyó enormemente en la leyenda alrededor de su muerte, pero como dijo Antonio Machado, "Larra se mató porque no pudo encontrar la España que buscaba, y cuando hubo perdido toda esperanza de encontrarla".
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Larra, la gran desesperación
viernes, 21 de mayo de 2010 | 0 Comments